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Rediseñando el rostro de dios

in lugar a dudas, una verdadera comunidad cristiana solo puede originarse y sostenerse en la Cruz de Cristo...

1.- Sin lugar a dudas, una verdadera comunidad cristiana solo puede originarse y sostenerse en la Cruz de Cristo. De hecho, es lo que San Pablo escribía los Gálatas: si acaso en algo hemos de gloriarnos, que sea en la Cruz de Cristo (Gál 6,14). Por eso, la Iglesia nos invita a adentrarnos en lo que podríamos llamar la «lógica de la Cruz».

Con esto nos referimos a un itinerario de vida semejante al de Cristo. Se nos propone, y proponemos a la vez, un camino a seguir. En otras palabras, un estilo de vida que hunde sus raíces en la vida de Cristo, y se empapa de ella al extremo de afirmar con Pablo: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál, 2,20).


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2.- El único problema es que esta Cruz no tiene ninguna lógica. En ella todo parece al revés. No encaja con nuestra manera de pensar y concebir la vida. La lógica a la que estamos habituados nos dice que si hacemos el bien a los demás y vivimos una vida entregada al servicio, cumpliendo los mandamientos de Dios, respetando las leyes y siendo en todo honestos, entonces viviremos largos años y sin mayores sobresaltos. Pero la vida de Jesús nos revela otra cosa. La Cruz de Cristo hace reventar ese razonamiento humano. Jesús cree firmemente en Dios, es fiel a su Palabra y vive por entero entregado al servicio de sus hermanos, pero termina abandonado de Dios y de los hombres. ¿Qué ha pasado, entonces? ¿Dónde ha quedado la sabiduría humana, pregunta Pablo (cf. 1Cor 1, 17-31) ante este maravilloso misterio de Dios?

3.- Para poder comprender y creer necesitamos rediseñar el rostro de Dios en nuestras cabezas, y ese rediseño es Jesucristo. En tiempos de Jesús los hombres de fe se encargaron de configurar un rostro de Dios que es más bien distorsión del verdadero rostro del Señor de la Alianza. Y así terminaron desfigurando a Dios. En lugar de mostrar a Aquel que les había dicho por medio de Jeremías: «Con amor eterno te he amado» (Jr. 31, 3); y prometido a a través de Isaías: «Yo os consolaré como cuando a uno le consuela su madre» (Is 66,13); en lugar de eso, los fariseos se encargaron de poner el acento en el temor por sobre la compasión; en la justicia de la Ley por encima de la justicia salvadora; destacaron la distancia de lo sagrado antes que la cercanía materna con que nos ama Dios; pusieron el acento en la obediencia a sus tradiciones por encima del amor al prójimo. De esa manera, distorsionaron el rostro de Dios. Pero además, se sentían los verdaderos intérpretes de su rostro, creían tener en sus manos el poder de revelar la voluntad de Dios. ¿No hemos hecho lo mismo nosotros, incluso más de una vez a lo largo de los siglos?

4.- Pues bien, será el mismo Señor quien borre ese rostro distorsionado a manos de la lógica humana, y lo rediseñe del modo más inaudito, escandaloso y loco (cf. 1 Co 22):

a) Lo resideña, primero, asumiendo carne humana y naciendo de mujer (cf. Gál 4,4). Es un escándalo que Dios sea hijo, que haya habitado entrañas maternas. Tan escandaloso es esto que el Patriarca Nestorio, en el siglo IV, dirá que María no es madre de Dios, sino solo del hombre Jesús. No puede ser que Dios tenga una madre, pensaba él.

b) Además de ello, Jesús nace pobre, en medio de pobres. Vive en Galilea. Las autoridades judías saben, por lógica, que de allí no puede salir un profeta (cf. Jn 7,52), menos un Mesías.

c) Por otro lado, en la lógica farisaica, un Mesías no comparte con pecadores. Pero Jesús recuerda que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Se junta con pecadores (cf. Lc 5,32), y con los peores: prostitutas, ladrones, leprosos. Jesús, semejante a un niño porfiado, parece no aprender nunca que las malas juntas no le hacen bien. Si quiere ser Profeta y Mesías, no solo debe serlo, sino también parecerlo. Para la mentalidad farisaica, Jesús no sabe ser hijo de Dios, no se comparta como tal, escandaliza a los fieles (cf. Jn 6,60).

d) Jesús rediseña, también, el rostro de Dios en su relación con la Ley. Dirá a los cuatro vientos que nada hay más importante que el amor. El amor es el verdadero cumplimiento de la Ley. Y enseguida pone el amor a Dios en el mismo plano que el amor al prójimo. Resulta, pues, un escándalo que Jesús relativice las tradiciones para ayudar a gente sin ninguna reputación. Dirá que el hombre el para el sábado, y no el sábado para el hombre (Mc 2, 23-28).

e) Rediseña, además, el rostro de Dios en la cercanía con el dolor humano: llora por la muerte de un amigo (cf. Jn 11, 35-36); y se compadece de una viuda a quien se le ha muerto su hijo (cf. Lc 7, 11-17). Es un Dios demasiado humano. Y tanto así que otra de las herejías comunes en los primeros siglos dirá que Dios no padeció en la cruz, que la divinidad abandonó a la humanidad en el momento anterior a la crucifixión.

f) Por último, rediseña el rostro de Dios al dejarse atrapar por sus propias criaturas. Insisto, la lógica de Jesús hace reventar la lógica humana, y la revienta allí donde es más poderosa: en la imagen que los hombres tienen de Dios.

5.- En esta lógica de la cruz de Cristo cualquier cosa puede pasar. Podría ocurrir que trabajemos haciendo el bien, y terminar acusados y condenados; o que tengamos una fe inmensa, y de pronto nos sintamos abandonados de Dios, como lo sentía por ejemplo la Madre Teresa de Calcuta: «Señor, Dios mío, ¿quién soy yo para que Tú me abandones? La niña de Tu amor, y ahora convertida en la más odiada, la que Tú has desechado como despreciada, no amada. Llamo, me aferro, yo quiero y no hay Nadie que conteste, no hay Nadie a Quien yo me pueda aferrar, no, Nadie. Sola. La oscuridad es tan oscura y yo estoy sola. Despreciada, abandonada. La soledad del corazón que quiere el amor es insoportable. ¿Dónde está mi fe? Incluso en lo más profundo, todo dentro, no hay nada sino vacío y oscuridad. Dios mío qué doloroso es este dolor desconocido. Duele sin cesar. No tengo fe. No me atrevo a pronunciar las palabras y pensamientos que se agolpan en mi corazón y me hacen sufrir una agonía indecible. Tantas preguntas sin respuesta viven dentro de mí me da miedo descubrirlas a causa de la blasfemia. Si Dios existe, por favor perdóname. Confío en que todo esto terminará en el Cielo con Jesús. Cuando intento elevar mis pensamientos al Cielo hay un vacío tan acusador que esos mismos pensamientos regresan como cuchillos afilados e hieren mi alma. Amor: la palabra no trae nada. Se me dice que Dios me ama y sin embargo la realidad de la oscuridad y de la frialdad y del vacío es tan grande que nada mueve mi alma. Antes de que comenzara la obra había tanta unión, amor, fe, confianza, oración, sacrificio. ¿Me equivoqué al entregarme ciegamente a la llamada del Sagrado Corazón? La obra no es una duda porque estoy convencida de que es Suya y no mía. No siento en mi corazón, no hay el más mínimo pensamiento o tentación de atribuirme algo de la obra. Las Hermanas y la gente hacen comentarios de este tipo. Ellos piensan que mi fe, mi confianza y mi amor llenan todo mi ser y que la intimidad con Dios y la unión a Su voluntad impregnan mi corazón. Si supiesen que mi alegría es el manto bajo el cual cubro el vacío y la miseria.A pesar de todo, esta oscuridad y este vacío no son tan dolorosos como el anhelo de Dios. Esta contradicción, lo temo, va a desequilibrarme. ¿Qué estás haciendo Dios mío con una tan pequeña? Cuando pediste imprimir Tu Pasión en mi corazón ¿ésta es la respuesta?(…)».

6.- Tal y como podemos inferir de este texto, el problema mayor no es la lógica de la cruz, sino saber si estamos o no dispuestos a seguir esa lógica, a asumirla como la medida de nuestra fe, como un estilo de vida. Sabemos que si queremos ser discípulos no hay otra opción (cf. Mt 16,24), Dios ya mostró su rostro y no echará pie atrás. Sin embargo, seguirlo no es tan simple, hay ciertas consecuencias en este seguimiento que deseo planteárselas como invitación, y no como advertencia:

La primera invitación es a hacer vida el Salmo 21: el Justo sufre, pero agradece a Dios la salvación. Este Salmo es una alabanza a la vida en medio del dolor. No es fácil rezarlo con un corazón creyente y desgarrado a la vez, pero es necesario hacerlo para una vida dispuesta a moverse en la lógica de la Cruz. Recitar este Salmo es estar dispuestos a hacer de nosotros una ofrenda a Dios, a morir con Cristo para resucitar con él (cf. Rom 6,8). Como comentan los padres Schöekel y Mateos: «Al escucharlo de labios de Cristo, el cristiano perseguido aprende la paradoja del sufrimiento y la gloria y redobla su confianza rezando este salmo»:

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, a pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso; aunque tú habitas en el santuario, esperanza de Israel. En ti confiaban nuestros padres; confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres; en ti confiaban, y no los defraudaste. Pero yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo; al verme, se burlan de mí,  hacen visajes, menean la cabeza: “acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere”. Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado  en los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos, desde el vientre materno tú eres mi Dios. No te quedes lejos,  que el peligro está cerca y nadie me socorre. Me acorrala un tropel de novillos, me cercan toros de Basán; abren contra mí las fauces leones que descuartizan y rugen. Estoy como agua derramada, tengo los huesos descoyuntados; mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas; mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar; me aprietas  contra el polvo de la muerte. Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Ellos me miran triunfantes, se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. Líbrame a mí de la espada, y a mi única vida de la garra del mastín; sálvame de las fauces del león; a éste pobre, de los cuernos del búfalo. Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré (…) Me hará vivir para él, mi descendencia le servirá, hablarán del Señor a la generación futura, contarán sus justicia al pueblo que ha de nacer: todo lo que hizo el Señor.

La segunda invitación es a vivir la fe en la intemperie del mundo. Los fríos del invierno nos ayudan a entender perfectamente lo que esto puede significar. Cuando baja la temperatura buscamos todo el abrigo que necesitamos, incluso antes de que llegue el invierno nos pertrechamos de ropas, leña, alimentos, medicinas, y reparamos la casa. ¡Solamente los pobres saben lo que es vivir en la intemperie!, incluso algunos viven y duermen bajo puentes o en precarias viviendas hechas de cartones, latas y un par de tablas, con pisos de tierra y paredes húmedas. En sus casas es común sentir más frío dentro que fuera. La humedad cala los huesos. Los pobres viven en la intemperie, no tienen recursos para prepararse a esperar el invierno; viven el día a día, sobreviven. Su único recurso es un Dios que les escucha y atiende sus súplicas, que les alimenta de mil formas: con el pan que recogen en la basura, con los actos de caridad de los ricos o con la moneda que les cae en la mano. Los pobres se las rebuscan.Una fe en la intemperie es una fe dispuesta a renunciar al prestigio asociado a los cargos, al poder y fama que otorgan algunas responsabilidades; renunciar también a ese afán de «hacer carrera», arrimándose «a buena sombra». Y de igual manera, una fe en la intemperie es aquella que renuncia a disponer de medios y recursos sin ningún límite, y me refiero no solo a los recursos materiales, sino también a recursos espirituales: es renunciar a manipular conciencias, a manejar personas abusando de la investidura o del nombre de Dios. Les invito a vivir en la intemperie de la fe, buscando la forma de avanzar, pero sin llevar nada a cuestas más que su fe en Dios. Sin dudas sentirán el frío del anonimato en que viven los pobres, y el desamparo ante las bondades de este mundo, pero en esta intemperie acogida como estilo de vida descubrirán el rostro de Dios, y entonces podrán rezar este otro Salmo: «El Señor es mi pastor, nada me falta… Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (Salmo 22).

La tercera invitación es a vivir la encarnación del Verbo. Por siglos hemos profesado nuestra fe en que «el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros» (cf. Jn 1,14). Sin embargo, también por siglos se reedita una y otra vez ese intento herético por desconocer este hecho fundamental del Credo: Dios ha asumido nuestra naturaleza, se ha revestido de nuestra carne. Los actuales intentos por no tomar lo suficientemente en serio la encarnación se notan, por ejemplo, en la Liturgia, cuando la recargamos de signos y gestos comprensibles solo para algunos exclusivos consagrados; o cuando hacemos esfuerzos por reeditar el latín y la pompa nobiliaria; se nota también en las leyes y prácticas comunes: cuando ponemos trabas a los pobres para acceder a los sacramentos, y en cambio hacemos excepciones con los ricos; se nota cuando no valoramos la piedad popular; cuando rehuimos de la gente que no se ajusta a nuestra moral católica; cuando en sus homilías, los sacerdotes no hablan de los dolores del pueblo, cuando han erradicado de su léxico palabras como injusticia, desigualdad social, poderes económicos, pecado social; cuando en la Misa solo cantan los más angelicales, y los acólitos son los niñitos más lindos del barrio. Se nota, por último, en esos movimientos religiosos, que se hacen llamar espirituales, pero que en realidad tienen más aliento de sectas que del Espíritu de Dios.

Tercera invitación: vivir la propia encarnación. ¡Cómo nos gustaría a veces ser «más espirituales»! Pero la carne «nos tironea», impidiéndonos la elevación. Vivir la propia encarnación es:

a) Aceptarnos como somos. Un médico no sana si el enfermo reniega de su enfermedad. Y mientras más vergonzosa la enfermedad, más cuesta reconocerla y aceptarla. Por lo mismo, más libertad experimentamos cuando finalmente «vamos al médico».

b) Llevamos un tesoro, pero en vasijas de barro. Y solo el amor convierte en milagro el barro. Recitamos/recemos con Rilke:

¿Qué harás tú, oh Dios, cuando yo muera?

Yo soy tu cántaro (¿y si me quiebro?)

Yo soy tu bebida (¿y si me corrompo?)

Soy tu ornato y tu oficio.

Tú pierdes conmigo tu sentido.

Después de mí no tendrás casa en donde

palabras cercanas y cálidas te saluden.

De tus pies cansados se caerá

la sandalia de seda que yo soy.

Tu gran manto se soltará de ti.

Tu mirada, que yo acojo caliente

en mis mejillas, como en una almohada,

andará buscándome largo tiempo –

y a la hora del ocaso se echará

en el regazo de unas piedras desconocidas.

Y tú, oh Dios, ¿qué harás? Yo tengo miedo.

Les invito, por último, a aspirar a ser testigos en vez de querer ser maestros. Ya lo decía el Papa Paulo VI: el mundo escucha a los maestros, pero no les sigue; el mundo sigue a los testigos. ¿Por qué testigos más que maestros? No despreciemos a los maestros, ¡les invito a ser más que maestros!:

Porque los testigos hablan de lo que han visto y oído, de sus experiencias con Dios en la propia vida.

Porque los testigos aprenden a escuchar, antes que hablar. Hay mucha gente que necesita ser escuchada, antes que recibir sermones: los laicos que quieren creer en Dios y en la Iglesia, los pobres, los jóvenes, las mujeres, los sacerdotes, los fieles escandalizados…

Porque en los testigos se manifiesta el mismo poder de Dios que ha actuado en la resurrección de Jesús.

Les invito, como conclusión, a seguir en la lógica de la cruz de Cristo, rediseñando el rostro de Dios, hasta decir con San Pablo: «No soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).

 

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